miércoles, 26 de noviembre de 2008

Las muchachas


¡Cómo avanzan las muchachas, Paquito! Míralas. Resulta difícil imaginar que una vez fueron niños con el pelo largo y las orejas perforadas. ¿Te acuerdas? Les tocaba ver los aguaceros desde la puerta de la casa, mientras nosotros nos hundíamos en el charco recién nacido. Pocas se atrevieron a dejar las muñecas y la ropita rosa para unirse a nuestra pandilla. Ésas jugaron al “topao” o a “el escondido” como cualquiera de nosotros. La gente grande del barrio les voceaba “María machito, María machito”, pero ellas se hacían las chivas locas. Desde que terminaban sus tareas, nos acompañaban a marotear por los patios, en busca de árboles frutales para encaramarnos. Eso sí, volvían a sus hogares cubiertas de una delgada capa de tierra y sudor que las delataba ante sus padres. Entonces conocieron la “pela”, “por marimacho”, “pa’ que no juegue con varones”, “porque las niñas no dan vuelta maroma”.
Una tarde las muchachas se nos presentaron distintas. El rostro y la cadera les había cambiado. Del corazón comenzaron a brotarles dos interesantes protuberancias. El cuidado de su pelo se convirtió en un atractivo mayor que la frescura del aguacero. Sobre la piel por donde antes corría el sudor infantil pusieron cremas protectoras y perfume. Ya ni nos miraban. Los muchachos de la pandilla quedamos solos, la mayoría con cara de guayo, llena de espinillas. La voz se nos puso grave luego de que nos saliera el bozo más ridículo del mundo. ¡Difíciles tiempos, amigo! Sobrevivimos gracias a la mano consoladora que Dios nos envió. Ellas se enamoraron de muchachos de veinte y pico –de los que podían invitar un helado y regalar en San Valentín-, al tiempo que nuestros sueños se ensuciaban con un fl uido viscoso, el mismo que a veces sustituimos por las neuronas. Cuando llegó nuestro turno de crecer, las encontramos llorando. Decían que los primeros amores las habían engañado, que se aprovecharon de su ingenuidad para comérseles el tesoro personal que guardaban. “Y tanto que mami lo decía, todos los hombres son iguales”, se les escuchaba repetir. Eso las hizo buscar seguridad, una “relación estable”. Pero no con nosotros, los de la pandilla ya ni las mirábamos. Preferíamos hablar con las jovencitas que aún escondían un tesoro. Gastamos el tiempo persiguiendo aquella preciada pertenencia. Nuestras viejas amigas decidieron, pues, volver a crecer. Y rompieron brazos en la universidad. Vistieron las mañanas de la capital con su presencia. A los jefes acosadores los mandaron para el carajo. Formaron una nueva pandilla, capaz de manejar grandes empresas, decorar las casas y llevar los niños a la escuela, sin descuidar el salón de belleza. ¿Ves, Paquito? Avanzaron más que nosotros, que ni siquiera parimos. Ilustración: Kilia LLano.

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