miércoles, 26 de noviembre de 2008

La chacabana y el amor


Todo el mundo me piropea cuando uso la chacabana blanca que dejaste etiquetada con mi nombre. Si vieras cómo me queda. ¡Ni mandada a hacer! Yo mismo la lavo con jabón de cuaba y la plancho con almidón. Y, al igual que tú, Paquito, la reservo para “ocasiones especiales”. Cuando algunos muchachos se acercan a preguntar dónde la compré, les digo que es un tesoro de la herencia familiar. Muchos lo toman a broma, porque desconocen el orgullo que siento al recorrer las calles de un país tan torcido como este, vestido con la chacabana de un hombre tan derecho, tan transparente, tan hermoso como tú, mi querido Paquito. Pero esa vestimenta, al igual que todas las cosas, pronto terminará desgastándose. Tú más que nadie lo sabías. Por eso me preparaste un segundo regalo, uno que sobrevivirá al tiempo, al caótico tránsito de la capital, a los asesinos de la Marina de Guerra y a las babosadas de un “líder” que no respeta la Ley de Educación: el amor. Ese viento que hacía volar a tu viejo cuerpo campesino hasta la casa de tus nietos. Movido por él llenabas nuestras tardes con juegos, cosquillas y cuentos, cuentos de las negras tierras de Cacique, mil veces preñadas por el sudor de tu frente, por la honradez de tus manos, por la dulzura de tu voz. El amor hacía que tu rostro se poblara de sonrisas a primera hora de la mañana. Y te ayudó a convertir las peleas de tus hijos en memorables abrazos. Nunca permitió que tu hogar se distrajera con la pobreza material, sino que lo invitaba a festejar la batata con leche y los huevos criollos. Tenías tanta fe en ese sentimiento que te pasaste la vida entera construyéndolo, sembrándolo entre los tuyos. Paquito, cuando me dijeron que tus manos arrugadas regalaban sus últimas caricias, salí corriendo para Cacique. Quería mostrarte que ya soy capaz de andar sobre el amor. Que gracias a él rompí las absurdas distancias culturales y puedo abrazar a los amigos, besar a mi padre y respetar a la muchacha que me acompaña. Quería contarte que me duele menos la rutina cuando me visto con ese imperecedero tesoro, que me ayuda a descubrir bondades en todos los seres. Pero llegué y te habías ido. La casita de madera estaba mojada con llanto de tus descendientes. Entré a la habitación y no pude acercarme a la cama. Se me rompió el alma después de ver tu chacabana blanca colgada en la pared. Tenía una etiqueta, y en la etiqueta mi nombre, escrito con tus redondas letras, amado abuelo.

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