martes, 25 de noviembre de 2008

El encuentro


La vez que comencé a buscarme, encontré a Paquito. Bastó con fijar mis ojos a un metro de distancia para que el rostro de aquel ser, tan lleno de rostros, se presentara y se apropiara de mi atención, de mis preguntas, de mi ingenuo deseo de cambiar los tristes colores de las casas del barrio. Pronto descubrí sus manos, que no son manos, que son palancas que levantan los suelos y los hacen torre del Malecón, “vívere” del Mercado Nuevo, o brócoli del que se come en Piantini. Las manos de Paquito perfuman la mañana con olor a café. Tienen surcos por donde corre toda la miel de esta media isla, las guaguas públicas y los motoconchos.
El tipo vive en la parte atrás del país. Es el que sale de un callejón periférico cada madrugada para ir a la ciudad, a veces al campo. Una vez allí organiza el buffet, administra la caja de cobros, vende tarjetas de llamada en un semáforo, cuida la espalda a un “pana” que ahora es funcionario, escribe la noticia, maneja una yipeta, explica la tarea a los niños que no se parecen a los suyos, y regresa por el mismo callejón a prepararse para la faena del día siguiente. Paquito es un luchador y conocerlo es mi gran orgullo. No todos los jóvenes pueden darse ese bombo. Soy un “cheposo”. Recuerdo que mis profesores de la escuela siempre lo mencionaban. Pero vestían su cara con cientos de comparaciones históricas que lo hacían ver como a un ser terminado e inmóvil. La televisión lo caricaturiza. Lo presenta como un hombre orgulloso del progreso y la modernidad que le rodean, cuando a Paquito la indignación y la vergüenza no le caben en el pecho por la tanta miseria que ve crecer alrededor de la abundancia ostentada por tres apellidos, “porque aquí los sueños nunca terminan de gatear”.
Aunque todavía soy incapaz de definirlo por completo, lo reconozco a leguas. Y ninguna publicidad, ni salami, ni retórica podría distraerme de él. Me importa un chele el circo que se monta cada principio de año para celebrarlo. Un día no es suficiente para honrar a un nombre. Paquito es más grande que las banderas levantadas por los brazos sucios de olvido. Su espíritu sobrepasa la alegría del merengue y la amargura de la bachata. No se deja esclavizar por los tragos del ron ni por los puñetazos con los que “el viejo” acariciaba a “la vieja”. Crece. Se alimenta con hermosas mañanas y, pese a que algunos quisieran lo contrario, se sienta a beberse el mar de vez en cuando, a bañarse de arena, y de sol, y de tarde. Es un ser inconcluso que busca la coherencia, que prefiere un pan para todo la mesa a un filete para el “señor de la casa”. Y por eso lo busco, porque hurgando su nombre descubro el mío. Es “un montón de sueños rotos, que nunca mueren, se vuelven otros”.

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