miércoles, 12 de marzo de 2014

El "lugar más lindo" de La Ciénaga



Me llevaban por el medio de la calle gritando “¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”. Eran como las 2:40 de la tarde, y desde sus humildes casas los vecinos de La Ciénaga miraban a mis captores y se reían, casi tanto como yo.

 El grupo de niños me hizo  presa de su afecto después de jugar  juntos al  “Topao” y “Flor y Convento”.
Nos perseguimos a toda velocidad entre motores, callejones, escombros y hoyos del barrio, plenamente despreocupados y contentos. También agotamos una larga tanda de cuentos en la sala de la casa de Luchi, donde me esforzaba por adaptar algunas de las historias de Pepito a un formato verdaderamente infantil. Me sentí especial entre aquel público. Por primera vez en mi vida me pidieron que repitiera tres veces un mismo cuento.

Esas casi cuatro horas de juego, interrumpidas sólo para tomar un refrigerio, crearon el ambiente,  la confianza necesaria para que apareciera la propuesta.
“Te vamos a llevar al lugar más lindo de aquí”, me dijo una niña de pelo rubio. Y otra pequeña la respaldó de inmediato: “Sí. Es un lugar hermoso. Tiene muchas flores”.

“Pero, ¿es lejos? Si es lejos, no voy”, les respondí, tratando de no mostrar el miedo que me generaba la invitación.
 No quería moverme mucho por el barrio porque sé que La Ciénaga es uno de los sectores más calientes de la capital. Para colmo, cuando llegué en la mañana  escuché hablar de una banda de asaltantes que tiene al sector bajo azote. La noche anterior habían herido de dos disparos a una mujer para quitarle algunas cosas. Y la Policía estaba “tirá” a la calle, porque supuestamente la banda agredió al hijo de un oficial de la institución.

“Es un lugar especial, donde nada má vamos nosotros”, aseguró esta vez un niño como de nueve años, terminando de convencerme.
A seguidas me tomaron de la mano y comenzaron la procesión. “¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”, gritaban mientras me llevaban “al lugar mas lindo”, a un lugar “con flores y matas bonitas”.

No pasaron cinco minutos de caminata y ya nos encontrábamos allí. Era una barranca del barrio, cubierta por la sombra escasa de una mata de limoncillo que en alguna ocasión debió tener flores. En el centro se ve el tronco seco de un cocotero que sirve de tobogán al grupo de  niños.  Al fondo, donde termina el divertido deslizamiento,  espera una gran pila de basura, que incluye  cristales rotos y metales oxidados. Por todo el lugar se extiende un fuerte olor a “ratón muerto”.

“¿Verdad que es lindo?”, me preguntó  la rubia que dio inicio a la excursión.

“¡Wao! ¡Es fabuloso, gracias por traerme!”, le respondí, tratando de ocultar el asomo de lágrima. En ese instante, y al mismo tiempo, me sentí golpeado por la limpia alegría de aquellos niños jugando sobre su tobogán de palo de coco, y por un terrible sentimiento de impotencia. Muchas preguntas me llegaron a la mente: ¿a qué jugarán estos niños  y niñas de La Ciénega cuando sus sueños y aspiraciones ya no quepan en este barrancón?, ¿cuántos podrán salir ilesos de este ambiente de sobrevivencia?, ¿por qué tiene que perderse entre la pobreza y sus barrancones tanta  humanidad?, ¿cómo decir y repetir que el  avance en la vida es un simple asunto de voluntad, emprendurismo o esfuerzo personal?, ¿hasta cuándo soportaremos esta asquerosa desigualdad en República Dominicana?

Por Jhonatan Liriano 


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