sábado, 24 de noviembre de 2018

Por todos los caminos te llevo, Paquito



Nuca lo conversamos, Paquito, pero desde que comencé a contemplar el cielo de camino al colegio, por allá por el primero o el segundo grado del bachillerato, te suponía un especialista en paisajes, un experto en auroras y atardeceres.

Mis suposiciones se hicieron más frecuentes cundo el trabajo de periodista me llevó a recorrer los distintos rincones de esta media isla, a diferentes horas y por distintas carreteras.
Me conmovía al ver el sol rompiendo la autovía del Este o los cañaverales de La Romana, mientras el horizonte se iba salpicando con sus varias tonalidades de amarillo y naranja.

Pensaba en ti mientras sentía a la carretera Barahona-Pedernales como una serpiente subiendo y bajando entre el verdor de las montañas y ese azul turquesa de la costa más hermosa del país. 
También me alegraba pensarte en medio del fresco y esmeralda camino del Cibao, o al contemplar la grisácea aridez de La Línea.

“¿Habrá sentido Paquito lo que yo estoy sintiendo al encontrarme por primera vez con estas dos enormes columnas de arroz maduro que anteceden a San Francisco de Macorís? ¿Qué pensaría él del túnel de árboles de nim que se forma entre los pueblos de Bahoruco?”. Esas y otras preguntas  me  asaltaban en el camino por mi afán de sentir como tú, de ver como tú, de disfrutar con total atención los mismos caminos que tú andabas en tu condición de camionero.

Nunca lo conversamos, ni un segundo. Pero me gustaba imaginarte cantando y apurando el camión en La Recta de Azua, o en la autopista Duarte, en el tramo de bajada después de Controba, donde árboles y montañas escoltan a miles de buenos hombres de trabajo que a diario les pasan por el lado.
En esos recorridos tan largos, me decía, cualquier camionero tenía suficiente tiempo y oportunidades para contemplar la belleza del  mundo, valorar a sus seres queridos y reflexionar sobre los diferentes ámbitos de su vida. Al menos en mis andanzas laborales yo lo hacía, y era feliz suponiendo que en la cabina de tu camión pasaba lo mismo.

Calcule, y de seguro fue así, Paquito, que los racimos de plátano barahonero, los sacos de naranjas de Hato Mayor, las fundas de mangos banilejos o el arroz cibaeño que nos llevabas a la casa con frecuencia eran el resultado de una parada tuya en una de esas regiones del país, de un momento especifico en el que detuviste el camión y el mundo para bajarte a comprarnos alimento. ¡Qué alegría suponer o constatar años después que fue así! ¡Cuánto me alegra, Paquito, conocer  y contemplar los mismos caminos que anduviste por tantos años y saber qué después de ir tan lejos en tu camión  volvías siempre a casa, cada noche, con tus manos cargadas de alguna muestra de amor, de panes bañados de auroras y ocasos multicolores.   

Nunca conversamos sobre estas cosas, Paquito mío. Tampoco te las escribí. Pensaba que no podrías hablarlo, porque de seguro te habrían provocado mucho llanto y emociones fuertes. Podías durar horas hablando de cualquier tema, menos de ti, menos de tus sentimientos, menos de esos años de camionero en los que fuiste nuestro único sol, nuestra luz, nuestra espera diaria, nuestro Cielo. Ese tema te dejaba sin palabras, como me ha dejado a mí sin palabras por muchos años.

Pero hoy me atreví a escribir estas líneas, Paquito, para decirte que, aunque ya no estemos tan cerca, en todos los caminos y frente a todos los paisajes de mi vida, siempre pienso y seguiré pensando en ti.  


miércoles, 12 de marzo de 2014

El "lugar más lindo" de La Ciénaga



Me llevaban por el medio de la calle gritando “¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”. Eran como las 2:40 de la tarde, y desde sus humildes casas los vecinos de La Ciénaga miraban a mis captores y se reían, casi tanto como yo.

 El grupo de niños me hizo  presa de su afecto después de jugar  juntos al  “Topao” y “Flor y Convento”.
Nos perseguimos a toda velocidad entre motores, callejones, escombros y hoyos del barrio, plenamente despreocupados y contentos. También agotamos una larga tanda de cuentos en la sala de la casa de Luchi, donde me esforzaba por adaptar algunas de las historias de Pepito a un formato verdaderamente infantil. Me sentí especial entre aquel público. Por primera vez en mi vida me pidieron que repitiera tres veces un mismo cuento.

Esas casi cuatro horas de juego, interrumpidas sólo para tomar un refrigerio, crearon el ambiente,  la confianza necesaria para que apareciera la propuesta.
“Te vamos a llevar al lugar más lindo de aquí”, me dijo una niña de pelo rubio. Y otra pequeña la respaldó de inmediato: “Sí. Es un lugar hermoso. Tiene muchas flores”.

“Pero, ¿es lejos? Si es lejos, no voy”, les respondí, tratando de no mostrar el miedo que me generaba la invitación.
 No quería moverme mucho por el barrio porque sé que La Ciénaga es uno de los sectores más calientes de la capital. Para colmo, cuando llegué en la mañana  escuché hablar de una banda de asaltantes que tiene al sector bajo azote. La noche anterior habían herido de dos disparos a una mujer para quitarle algunas cosas. Y la Policía estaba “tirá” a la calle, porque supuestamente la banda agredió al hijo de un oficial de la institución.

“Es un lugar especial, donde nada má vamos nosotros”, aseguró esta vez un niño como de nueve años, terminando de convencerme.
A seguidas me tomaron de la mano y comenzaron la procesión. “¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”, gritaban mientras me llevaban “al lugar mas lindo”, a un lugar “con flores y matas bonitas”.

No pasaron cinco minutos de caminata y ya nos encontrábamos allí. Era una barranca del barrio, cubierta por la sombra escasa de una mata de limoncillo que en alguna ocasión debió tener flores. En el centro se ve el tronco seco de un cocotero que sirve de tobogán al grupo de  niños.  Al fondo, donde termina el divertido deslizamiento,  espera una gran pila de basura, que incluye  cristales rotos y metales oxidados. Por todo el lugar se extiende un fuerte olor a “ratón muerto”.

“¿Verdad que es lindo?”, me preguntó  la rubia que dio inicio a la excursión.

“¡Wao! ¡Es fabuloso, gracias por traerme!”, le respondí, tratando de ocultar el asomo de lágrima. En ese instante, y al mismo tiempo, me sentí golpeado por la limpia alegría de aquellos niños jugando sobre su tobogán de palo de coco, y por un terrible sentimiento de impotencia. Muchas preguntas me llegaron a la mente: ¿a qué jugarán estos niños  y niñas de La Ciénega cuando sus sueños y aspiraciones ya no quepan en este barrancón?, ¿cuántos podrán salir ilesos de este ambiente de sobrevivencia?, ¿por qué tiene que perderse entre la pobreza y sus barrancones tanta  humanidad?, ¿cómo decir y repetir que el  avance en la vida es un simple asunto de voluntad, emprendurismo o esfuerzo personal?, ¿hasta cuándo soportaremos esta asquerosa desigualdad en República Dominicana?

Por Jhonatan Liriano 


martes, 26 de noviembre de 2013

Tu nombre

En algún momento podría aparecer la curiosidad, el deseo de saberte parte de una  historia, de un recorrido digno de contar.

Quizás te interese decir entre tus amigos que el tuyo no es  un nombre cualquiera, que tus padres te lo asignaron por razones  de profundo significado. Podrías  querer explicar  que el “Dios está con nosotros” de la definición bíblica  no es suficiente para identificar los orígenes de tu nominación  primera.

Si te llega ese instante,  si repunta en ti esa sed  de identidad y sentido propia de todo ser humano, puedes decir, con absoluta certeza, que llevas, Manuel, el nombre del amor,  el nombre de la  dulzura, de esa montaña de solidaridad, decoro  y alegría que fue tu abuelo.

Cuenta con orgullo de sus madrugadoras jornadas de labriego en las mocanas tierras de Cacique, donde su lomo ya envejecido sacaba batatas y yuca para convertirlas en honesto pan familiar.

 Habla de su sonrisa permanente, y de la legendaria  capacidad que le permitía andar por  la  vida sin suscribir ofensas ni cultivar  rencores. Evoca su cotidiana persecución de la bondad y la justicia, y estarás consagrando a plenitud el significado de su nombre, que hoy es el tuyo.

 Te llamamos Manuel, como el  abuelo, porque deseamos transferirte el  mayor legado que ese campesino dejó a la familia:  la actitud permanente de cuidar a diario la pureza  y la  humildad del corazón, sin importar el tamaño de las piedras del camino.

Tu madre no  llegó a conocerlo. Pero aceptó sin restricciones la  nominal imposición que te hemos hecho. De ninguna manera pretendimos   trazar con seis letras las  coordenadas de tu vida. Sólo quisimos y queremos estar seguros  de que sepas  con toda precisión el hermoso camino que anduvo la sangre antes de llegar a ti, amado hijo, Manuel.