Me llevaban por el medio de la calle gritando
“¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”. Eran como las 2:40 de la tarde,
y desde sus humildes casas los vecinos de La Ciénaga miraban a mis captores y se reían, casi
tanto como yo.
El grupo de niños me hizo presa de su afecto después de jugar juntos al
“Topao” y “Flor y Convento”.
Nos perseguimos a toda velocidad entre motores,
callejones, escombros y hoyos del barrio, plenamente despreocupados y
contentos. También agotamos una larga tanda de cuentos en la sala de la casa de
Luchi, donde me esforzaba por adaptar algunas de las historias de Pepito a un
formato verdaderamente infantil. Me sentí especial entre aquel público. Por
primera vez en mi vida me pidieron que repitiera tres veces un mismo cuento.
Esas casi cuatro horas de juego, interrumpidas sólo para
tomar un refrigerio, crearon el ambiente, la confianza necesaria para que
apareciera la propuesta.
“Te vamos a llevar al lugar más lindo de aquí”, me dijo
una niña de pelo rubio. Y otra pequeña la respaldó de inmediato: “Sí. Es un
lugar hermoso. Tiene muchas flores”.
“Pero, ¿es lejos? Si es lejos, no voy”, les respondí,
tratando de no mostrar el miedo que me generaba la invitación.
No quería moverme mucho por el barrio porque sé que
La Ciénaga es
uno de los sectores más calientes de la capital. Para colmo, cuando llegué en
la mañana escuché hablar de una banda de asaltantes que tiene al sector
bajo azote. La noche anterior habían herido de dos disparos a una mujer para
quitarle algunas cosas. Y la
Policía estaba “tirá” a la calle, porque supuestamente la
banda agredió al hijo de un oficial de la institución.
“Es un lugar especial, donde nada má vamos nosotros”,
aseguró esta vez un niño como de nueve años, terminando de convencerme.
A seguidas me tomaron de la mano y comenzaron la
procesión. “¡Prisionero, prisionero, tenemos prisionero!”, gritaban mientras
me llevaban “al lugar mas lindo”, a un lugar “con flores y matas bonitas”.
No pasaron cinco minutos de caminata y ya nos
encontrábamos allí. Era una barranca del barrio, cubierta por la sombra escasa de
una mata de limoncillo que en alguna ocasión debió tener flores. En el centro
se ve el tronco seco de un cocotero que sirve de tobogán al grupo de niños.
Al fondo, donde termina el divertido deslizamiento, espera una gran pila de basura, que incluye cristales rotos y metales oxidados. Por todo
el lugar se extiende un fuerte olor a “ratón muerto”.
“¿Verdad que es lindo?”, me preguntó la rubia que
dio inicio a la excursión.
“¡Wao! ¡Es fabuloso, gracias por traerme!”, le respondí, tratando
de ocultar el asomo de lágrima. En ese instante, y al mismo tiempo, me sentí
golpeado por la limpia alegría de aquellos niños jugando sobre su tobogán de
palo de coco, y por un terrible sentimiento de impotencia. Muchas preguntas me
llegaron a la mente: ¿a qué jugarán estos niños
y niñas de La Ciénega
cuando sus sueños y aspiraciones ya no quepan en este barrancón?, ¿cuántos
podrán salir ilesos de este ambiente de sobrevivencia?, ¿por qué tiene que
perderse entre la pobreza y sus barrancones tanta humanidad?, ¿cómo decir y repetir que el avance en la vida es un simple asunto de
voluntad, emprendurismo o esfuerzo personal?, ¿hasta cuándo soportaremos esta
asquerosa desigualdad en República Dominicana?
Por Jhonatan Liriano