sábado, 24 de enero de 2009

Tropezó un policia



Tropezó un policía. Y el tropiezo fue con una bala. Y la bala le borró todos los sueños, incluyendo el de juntarse con los viejos amigos a comer domplines con salami guisado, y a repetir cien veces el cuento de los primeros amores. Mientras caía, se le esfumaba el deseo de comprarle una lavadora a su madre a fin de mes. Pensó que no podría cumplir la promesa de llevar a su hijo a montarse en los columpios de la heladería, este sábado por la tarde. Intentó recordar el Padre Nuestro antes de llegar al pavimento y a la inconciencia. En segundos, su cuerpo quedó empapado de sangre de veintitrés años. Se revolcaba tratando de aferrarse a la juventud, a las metas incumplidas, a la vida. “Paquito, no me dejes sola, mi hijo. Despierta, que te voy a preparar un mangú como a ti te gusta, con mucha mantequilla. Quítate ese uniforme sucio, pa lávatelo, Paquito”, comenzó a decir doña María cuando la llevaron a comprobar que el cadáver tendido a pocas esquinas del rancho era el de su hijo. Del delirio, la doña pasó al desmayo, al ver que el “chiquito” no respondía a sus caricias. La noticia se propagó rapidísimo. Antes de que llegara el médico legista, el barrio entero había explicado la causa de la muerte. “Eso fue por ta¥ dándosela en serio”. “Con los delincuentes no se puede ser blandito”. “Al policía que no mata, lo matan”, dijeron los que creían que el disparo, a dos pulgadas del corazón, era cosa de uno de los tantos malhechores que el sargento Paquito había apresado. Yo, que estaba comprando salami y harina cuando me enteré de la tragedia, tengo otras sospechas. Sé que el problema de mi amigo Paquito no era con los delincuentes comunes, sino con los del cuartel, con los que usan el uniforme para buscarse “lo suyo”, los que le revientan la cabeza a los ladrones y a los vendedores de droga que no les pagan peaje, los que andan por ahí poniendo orden, pero no ley, en las actividades ilícitas del barrio. Paquito me había hablado de ellos. Más que en las armas, se esconden bajo el manto de un oficial que tiene fincas y yipeta “por obra y gracia de sus buenos servicios a la ciudadanía”. El comandante aborrece a los agentes que no se adaptan a “la línea”, a los que “se la dan en serios”, como Paquito. Mi amigo me dijo que se había ganado la mala voluntad de sus compañeros por negarse a poner en “29” a un muchacho de 16 años, mejor dicho, por no querer matar a un menor a sangre fría. “Si quieren que me cancelen, pero yo creo que la vida de una gente es sagrada”, me dijo hace poco, como augurando la “cancelación” que le esperaba.

El regalo


Los primeros días de clases siempre resultan dolorosos para Paquito. En el aula, en recreo y a la salida de la escuela, los otros niños se la pasan hablando de los deliciosos platos que sus madres prepararon en Nochebuena, y de los juguetes del Día de Reyes. Al muchacho se le hace la boca agua cuando escucha las descripciones: “Pavo horneado”, “manzanotas”, “funda de dulcitos navideños”, “moro de guandules”, “litros de coca-cola” y “unos pasteles en hoja que estaban para chuparse los dedos”. Después, las imágenes le chocan con el recuerdo de la mesa vacía de su casa, y con la tos seca de su madre. Hunde su rostro entristecido entre cuadernos reciclados y le pide a Dios el don de la invisibilidad. En enero pasado se sintió “raro” cuando Miguelito llevó un carrito rojo, de control remoto, que causó estragos entre los estudiantes. Hasta las niñas se turnaron para tocar al “Diablo Rojo”, como bautizaron al juguete. Pero lo que más incomoda a Paquito del regreso a clases es la forma en que sus compañeros lo reciben. De manera simultánea todos lo miran de pies a cabeza, y luego sueltan una carcajada. Él sabe que se burlan de sus zapatos rotos y de su uniforme desgastado. “Paquito, toma un pan para tus zapatos, que tienen hambre”, le dijo Miguelito en una ocasión, haciéndolo pasar tremenda vergüenza. Ese mismo día, Paquito se hizo una promesa: “Podrán hablar de lo que ellos quieran, pero ya no se van a burlar de mí. Tu va’ ve’”, se dijo. El niño aprovechó las pasadas vacaciones navideñas para limpiar zapatos en el parque. El empeño que ponía a su trabajo hizo que mucha gente le diera “el doble sueldo”. La mitad del dinero conseguido se lo dio a “la vieja” para que hiciera la cena de Navidad, y con la otra parte se hizo el regalo de Reyes que siempre quiso. Compró zapatos y uniforme nuevos. El primer día de clases del 2009, se tiró de la cama más temprano que nunca y se vistió con el atuendo que le costó sudor infantil. Aunque los zapatos le quedaban bastante apretados, recorrió a pie el camino hasta la escuela. A los pocos minutos, comenzó a cojear porque el tobillo izquierdo se le había hinchado por la mala circulación. Cada paso era un doloroso esfuerzo que tendría su recompensa. “Nadie se burlará de mí ahora. Deja que me vean con esta pinta”, pensaba. Paquito ignoró el dolor que le había subido hasta la rodilla. Arrastró su calzado hasta la puerta del aula, donde sus compañeros de curso hacían los tradicionales comentarios sobre Navidad y Reyes. Levantó la cabeza, enderezó el pie izquierdo y atravesó la reunión. Los demás niños se quedaron viéndolo sin pronunciar palabra, ni carcajadas. El limpiabotas se sentó en su respectiva butaca y, en silencio, hundió su rostro entre lágrimas de alegría, primero, y de dolor, después.