sábado, 24 de enero de 2009

El regalo


Los primeros días de clases siempre resultan dolorosos para Paquito. En el aula, en recreo y a la salida de la escuela, los otros niños se la pasan hablando de los deliciosos platos que sus madres prepararon en Nochebuena, y de los juguetes del Día de Reyes. Al muchacho se le hace la boca agua cuando escucha las descripciones: “Pavo horneado”, “manzanotas”, “funda de dulcitos navideños”, “moro de guandules”, “litros de coca-cola” y “unos pasteles en hoja que estaban para chuparse los dedos”. Después, las imágenes le chocan con el recuerdo de la mesa vacía de su casa, y con la tos seca de su madre. Hunde su rostro entristecido entre cuadernos reciclados y le pide a Dios el don de la invisibilidad. En enero pasado se sintió “raro” cuando Miguelito llevó un carrito rojo, de control remoto, que causó estragos entre los estudiantes. Hasta las niñas se turnaron para tocar al “Diablo Rojo”, como bautizaron al juguete. Pero lo que más incomoda a Paquito del regreso a clases es la forma en que sus compañeros lo reciben. De manera simultánea todos lo miran de pies a cabeza, y luego sueltan una carcajada. Él sabe que se burlan de sus zapatos rotos y de su uniforme desgastado. “Paquito, toma un pan para tus zapatos, que tienen hambre”, le dijo Miguelito en una ocasión, haciéndolo pasar tremenda vergüenza. Ese mismo día, Paquito se hizo una promesa: “Podrán hablar de lo que ellos quieran, pero ya no se van a burlar de mí. Tu va’ ve’”, se dijo. El niño aprovechó las pasadas vacaciones navideñas para limpiar zapatos en el parque. El empeño que ponía a su trabajo hizo que mucha gente le diera “el doble sueldo”. La mitad del dinero conseguido se lo dio a “la vieja” para que hiciera la cena de Navidad, y con la otra parte se hizo el regalo de Reyes que siempre quiso. Compró zapatos y uniforme nuevos. El primer día de clases del 2009, se tiró de la cama más temprano que nunca y se vistió con el atuendo que le costó sudor infantil. Aunque los zapatos le quedaban bastante apretados, recorrió a pie el camino hasta la escuela. A los pocos minutos, comenzó a cojear porque el tobillo izquierdo se le había hinchado por la mala circulación. Cada paso era un doloroso esfuerzo que tendría su recompensa. “Nadie se burlará de mí ahora. Deja que me vean con esta pinta”, pensaba. Paquito ignoró el dolor que le había subido hasta la rodilla. Arrastró su calzado hasta la puerta del aula, donde sus compañeros de curso hacían los tradicionales comentarios sobre Navidad y Reyes. Levantó la cabeza, enderezó el pie izquierdo y atravesó la reunión. Los demás niños se quedaron viéndolo sin pronunciar palabra, ni carcajadas. El limpiabotas se sentó en su respectiva butaca y, en silencio, hundió su rostro entre lágrimas de alegría, primero, y de dolor, después.

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