miércoles, 17 de diciembre de 2008

Buenas noticias


Las buenas noticias abundan. Lo que sucede es que nos la pasamos distraídos, desconectados del canal que las transmite. Las primeras aparecen montadas sobre un sol amable. Son pedazos de nube incrustados en la mansedumbre del azul claro del cielo. Vienen redactadas en un aire todavía limpio y fresco, que se vuelve friíto cuando llega diciembre. A pesar de salir publicadas cada mañana, son tan actuales y necesarias como el saludo de los buenos días. Nadie se atreve a llamarlas fiambre, ni siquiera los que alardean de pesimistas.
El precio del petróleo, los legendarios apagones, la necedad de los parasitarios partidos políticos y hasta la menstruación, intentan someterlas a censura, pero no lo consiguen. Las buenas noticias son tantas que sería imposible elaborar un discurso presidencial de fin de año, un decreto o una medida de Interior y Policía que las coarte. De repente te invaden la tarde del sábado, sagrada hasta para los no judíos -por eso de la esclavitud laboral- y se visten de puesta de sol, de recorrido por el barrio o de comedera de gallina. En ciertas ocasiones te llevan de regreso a la casa de los viejos, para supervisar el sazón de sus calderos. Aunque debo confesarte que a veces me distraigo y no consigo leerlas. Fijo la vista en cosas muertas, decoradas de vanidades. Dejo que los tapones y el humo de las agresivas calles de la capital se apoderen de toda mi atención. Los choferes arrancan de mí las peores maldiciones, el hundimiento de la isla.
En esos días, cuando llego al trabajo, me detengo a padecer y a memorizar las peores malas noticias, como un masoquista cualquiera. Hace poco estuve en esa situación, sufriendo las mañanas, desperdiciando las tardes, mal durmiendo las
noches... hasta que llegaste tú: mi buena noticia. La mejor de los últimos meses, la excusa perfecta para tomar café. He aprendido tanto de ti que las cosas que conversamos ya ni las pienso, las sueño. Me haces bien hasta tal punto que quisiera romper las estúpidas formalidades para abrazarte como un loco, y teñirme con tu espíritu bondadoso. El otro día, mientras comíamos, sentí que conocerte no había sido una coincidencia, sino un reencuentro. Contigo aprendo a ver el mundo como lo ven tus ojos. Tú nunca pusiste condiciones a mis pies pequeños. Caminamos juntos. Hoy me detengo a celebrar tu existencia, la misma que me ayuda a recordar que en este mundo quedan innumerables maravillas por conocer y muchos amigos por abrazar. Te quiero.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Inmortales

Paquito, nunca olvides que los inmortales deben desaparecer. Es la única forma de conseguir un verdadero progreso. Ahora ven. Toma mi mano, te los presentaré. ¡Cuidado con ese charco de aguas negras! El barrio está lleno de esos malditos hoyos. En un rato tu olfato se acostumbrará al olor a descuido que ensucia al aire. ¿Los ves? Por supuesto que son muchos. 

Las cifras oficiales esconden la gran parte gris de la realidad. El borracho tirado en aquella esquina es Papachón. Debió morir de cirrosis hace cinco años, pero se quedó a vivir en el cuerpo de Teo, su hijo mayor, al que se le fuñó el brazo una semana antes de que los Doggers lo firmaran. ¡Hum! No te confundas. Ésas no son niñas ni sus barrigas están hinchadas por hartura. La de la minifalda se llama Rosy, tiene tres hijos y sólo conoce al padre del primero. La de las tetas grandes es Carmen. Nunca se le había visto barriga. Es la primera vez que la sitotec le falla.
Las dos son meseras en el colmadón de la esquina desde hace siglos. Para allá vamos, después que te enseñe al comandante Peralta.
Sí, aquel señor con bigote, el de la mecedora. Lo pensionaron como capitán del Ejército hace diez años. Cree que su casa es un cuartel y que la esposa, doña Ana, es un soldado más de la infantería. “Lave la ropa”, “cállese la boca”, “planche la camisa cien veces”, “diga yo soy una basura”, son algunas de sus “órdenes superiores”. Como no se quiere morir, enganchó a sus dos hijos a la guardia. Piensa llegar a general dentro de uno de ellos para desquitarse las humillaciones que sufrió cuando era subalterno. Sigamos el ruido y las botellas. Son camino seguro al colmadón. Aquí la fiesta nunca termina. Los inmortales, antes de engrasar los calderos, prefieren beberse el sudor de la semana de un solo bochinche. Sienten una atracción incontrolable por las cosas nuevas: teléfonos, tenis, estimulantes sexuales, trapos… Hasta la mierda se la comen si es de último modelo. ¿Contentos? Mientras dure el ruido. Después tropiezan con las aguas hediondas, con el aire turbio, con la casa gris.
  Es en la sobriedad donde escuchan una voz insistente que les pide que se suiciden, que dejen esas malditas vidas y emprendan un viaje colectivo hacia el sueño, hacia la humanidad. Todos intentan seguir la voz hasta que el ruido y la vanidad los vuelve a distraer, les disfraza la miseria. Así viven desde hace siglos. Lo sé porque algunos son mis amigos, otros, mis hermanos. No quisiera juzgarlos, Paquito. Prefiero seguir motivándolos a la muerte, a la búsqueda de otra vida. Pero mi voz no es suficiente, amigo. ¿Me prestas la tuya?