Nuca lo conversamos, Paquito, pero desde que comencé a
contemplar el cielo de camino al colegio, por allá por el primero o el segundo
grado del bachillerato, te suponía un especialista en paisajes, un experto en
auroras y atardeceres.
Mis suposiciones se hicieron más frecuentes cundo el
trabajo de periodista me llevó a recorrer los distintos rincones de esta media
isla, a diferentes horas y por distintas carreteras.
Me conmovía al ver el sol rompiendo la autovía del
Este o los cañaverales de La Romana, mientras el horizonte se iba salpicando con
sus varias tonalidades de amarillo y naranja.
Pensaba en ti mientras sentía a la carretera Barahona-Pedernales
como una serpiente subiendo y bajando entre el verdor de las montañas y ese
azul turquesa de la costa más hermosa del país.
También me alegraba pensarte en medio del fresco y
esmeralda camino del Cibao, o al contemplar la grisácea aridez de La Línea.
“¿Habrá sentido Paquito lo que yo estoy sintiendo al
encontrarme por primera vez con estas dos enormes columnas de arroz maduro que anteceden
a San Francisco de Macorís? ¿Qué pensaría él del túnel de árboles de nim que se
forma entre los pueblos de Bahoruco?”. Esas y otras preguntas me asaltaban
en el camino por mi afán de sentir como tú, de ver como tú, de disfrutar con
total atención los mismos caminos que tú andabas en tu condición de camionero.
Nunca lo conversamos, ni un segundo. Pero me gustaba
imaginarte cantando y apurando el camión en La Recta de Azua, o en la autopista
Duarte, en el tramo de bajada después de Controba, donde árboles y montañas
escoltan a miles de buenos hombres de trabajo que a diario les pasan por el
lado.
En esos recorridos tan largos, me decía, cualquier camionero
tenía suficiente tiempo y oportunidades para contemplar la belleza del mundo, valorar a sus seres queridos y
reflexionar sobre los diferentes ámbitos de su vida. Al menos en mis andanzas
laborales yo lo hacía, y era feliz suponiendo que en la cabina de tu camión
pasaba lo mismo.
Calcule, y de seguro fue así, Paquito, que los racimos
de plátano barahonero, los sacos de naranjas de Hato Mayor, las fundas de
mangos banilejos o el arroz cibaeño que nos llevabas a la casa con frecuencia eran
el resultado de una parada tuya en una de esas regiones del país, de un momento
especifico en el que detuviste el camión y el mundo para bajarte a comprarnos
alimento. ¡Qué alegría suponer o constatar años después que fue así! ¡Cuánto me
alegra, Paquito, conocer y contemplar
los mismos caminos que anduviste por tantos años y saber qué después de ir tan
lejos en tu camión volvías siempre a
casa, cada noche, con tus manos cargadas de alguna muestra de amor, de panes bañados
de auroras y ocasos multicolores.
Nunca conversamos sobre estas cosas, Paquito mío.
Tampoco te las escribí. Pensaba que no podrías hablarlo, porque de seguro te
habrían provocado mucho llanto y emociones fuertes. Podías durar horas hablando
de cualquier tema, menos de ti, menos de tus sentimientos, menos de esos años
de camionero en los que fuiste nuestro único sol, nuestra luz, nuestra espera
diaria, nuestro Cielo. Ese tema te dejaba sin palabras, como me ha dejado a mí
sin palabras por muchos años.
Pero hoy me atreví a escribir estas líneas, Paquito,
para decirte que, aunque ya no estemos tan cerca, en todos los caminos y frente
a todos los paisajes de mi vida, siempre pienso y seguiré pensando en ti.