martes, 26 de julio de 2011

Margaritas y perlas

No se parecen


Las ciencias sociales explican que para que un grupo represente fielmente a una población debe poseer sus principales características observables. En el caso político, para que los dirigentes partidistas de nuestra democracia representativa sean manifestaciones abreviadas del interés de la mayoría deberían verse, sentirse, olerse, escucharse como sus representados.

Pero no es así. Suelen parecer grandes empresarios sin producción ni austeridad, maestros de las artes escénicas en medio de un drama que se siente comedia, o mercaderes venecianos vestidos con orientación de certeros asesores de imagen (se exceptúan los imitadores de bachateros).

El senador del Distrito Nacional, por ejemplo, ¿vive como el hombre promedio de la capital? ¿Reside por lo menos cerca de su cotidianidad alimenticia o económica? ¿Ha sentido la incertidumbre que provoca la cercana delincuencia? ¿Cómo pueden los altos dirigentes reformistas o perredeístas ser la manifestación de los pobres urbanos o rurales si a esa clase solo la ven en campaña electoral y en televisión?

Cada vez los partidos y el pueblo se parecen menos. Mientras la imagen de los modestos pero millonarios diputados, senadores y funcionarios se acerca más a la de magnates industriales, la de jornaleros, motoconchos, campesinos, pequeños comerciantes, profesionales, policías, amas de casa y choferes se aleja más de los referentes del bienestar humano. No se parecen. La representación es un cuento, un enema.

jueves, 7 de julio de 2011

Lo sagrado

Visitaba la iglesia cuando menos creía en Dios. Entraba y salía del templo en busca de la formación que no hubo en la casa, de un par de amigos interesados en ser buenos y, de manera especial, en busca de las formas y colores de las muchachas de San Isidro. 


El altar, las cruces, la imagen de Nuestra Señora de Fátima y el sagrario eran parte de los signos y espacios venerables de la parroquia. Pero yo no los veneraba. Apenas aprendí a respetarlos por no faltar el  respeto a los demás feligreses. 


En la Pastoral Juvenil siempre preferí el teatro, la discusión de temas sociales y la cultura en sentido general. Mi corazón y mi mente se mantenían inquietos por los asuntos del suelo.  Mientras mis compañeros conseguían alborotar las voces y los brazos en cada momento de oración grupal, porque sentían la presencia del Espíritu Santo,  a mí me tocaba guardar silencio y reconocer sin engañifas mi falta de fe.
Era y aún soy un mal católico, sin remordimientos importantes.  


Pero ahora, que no frecuento el templo como antes,  paradójicamente puedo distinguir con facilidad espacios y asuntos que entiendo sagrados, dignos del más alto de los respetos y de permanente veneración.
Además del contundente y transformador mensaje del amor divulgado por Jesús, vigilo y protejo la relación con mi familia y mis amigos. Entre ellos mi alma pretende la desmesura. 


Al hombre y la mujer de trabajo los mantengo en el más alto de mis altares, como tengo a los desconocidos y conocidos que van por el mundo con la actitud innegociable de ser justos. En mis nubes están los coherentes, aquellos que en cada huella conjugan discursos y batallas. Y en mi cielo, en la cúspide del individual sistema de veneración que me construyo, están los sagrados nombres de seres que se interesan en construir una sociedad que realmente sea de todos. Por ellos me atrevería a prender un par de velas de santuario.  También me atrevería a perder las formas por defenderlos.

Dejaría ver mis más fuertes emociones si escucho al oportunista, mediocre y corrupto atentando contra cualquiera de los pocos  hombres y mujeres que mantienen coherencia entre el discurso de la verdad y la acción transparente, incuestionable. 

La gente buena es tan escasa en estos tiempos que no se debe permitir la menor agresión en su contra, mucho menos si viene de uno de los tantos rufianes que andan por nuestras calles vestidos de caballeros moralistas, cuando en realidad son perversos adoradores del poder y la riqueza de dudosa procedencia. 

Pienso que para salvarse de sus desvaríos  nuestra sociedad, nuestra región y nuestro mundo necesitarán más de la conducta honesta y sabia que de los objetos de lujo, el dinero y la ciencia.

Ahora que no frecuento el templo, alzo mis brazos y mis labios para reconocer la nobleza de quienes utilizan sus talentos con deseo de hacer lo correcto antes de lo conveniente. 


Si puedo decir que Dios existe, es porque entiendo que algo sagrado hay dentro de esos humildes seres que reconocen lo efímero de esta vida y el largo camino que la humanidad todavía necesita recorrer antes de superar las cadenas que se ha impuesto desde la sinrazón. A ellos y ellas vayan mis aprecios y mi acompañamiento.

Jhonatan Liriano