miércoles, 14 de abril de 2010

Camino sobre la tragedia

El vehículo comienza a moverse y deja atrás al Moulin Sur Mer, uno de los hoteles de Montrouis, una comunidad turística ubicada al norte de Puerto Príncipe.
Por la ventana derecha se ve un pequeño sembradío de arroz invadido por abundante maleza. Quizá sea la única tierra húmeda que aparezca en el camino.
El chofer acelera y toma la “Ruta Nacional 1”, recientemente reparada por una empresa dominicana. El destino es la capital. Los ojos que ven por primera vez el panorama no dejan de admirarse.
Por un lado se topan con las aguas del mar, y por el otro encuentran pobreza rural y aridez, aridez provocada por la deforestación. Las montañas cercanas a la carretera están pobladas con pequeños arbustos, de esos que la gente de aquí utiliza para encender los fogones, cuando llega la comida. En toda la región no hay una sola estación de gas propano, ni nada parecido.
“El hombre no es Dios”, se lee en el parabrisas de una “tap tap” (autobús popular) que pasa repleta de pasajeros, a la altura de Sanitard, un pueblecito periférico que tiene en el plátano su mayor cultivo.
“La comunidad internacional tiene que apretarse los pantalones para ayudar a Haití. Haití no puede salir solo de este problema”, dice el guía haitiano Mardoqueo Catalice, mientras dirige la vista hacia cientos de sus compatriotas que permanecen sentados o moviéndose sin rumbo a la orilla de la vía. Algunos son víctimas del terremoto que destruyó Puerto Príncipe y otras ciudades importantes el pasado martes 12 de enero. Otros son los pobres de siempre, los que rompen las montañas con picos y palas para sacarles el caliche con el que construyen pisos y casas; los que no tienen acceso a los servicios básicos desde el día en que nacieron; y los que no reciben la asistencia internacional porque los afectados por el sismo de magnitud 7 en la escala de Richter no dejan espacio a otra tragedia.
Mardoqueo cree que las grandes potencias deben tomar la dirección del país hasta fortalecer las estructuras productivas y reactivar el funcionamiento del Estado.
Ir a elecciones para elegir nuevas autoridades en medio del desorden actual sería, según él, un absurdo.
“Hay gente cogiendo sobre Haití, sacando beneficio dentro del desastre. Si no se puede controlar eso, tampoco se pueden hacer elecciones”, entiende el pastor evangélico, sentado en el asiento delantero del jeep, que se mantiene en movimiento.
Ahora pasa por Arcahaie, dónde los postes del tendido eléctrico, las casas, los autobuses y algunas edificaciones comerciales están pintados con los colores de la bandera nacional, el rojo y el azul. Los más patriotas dibujan hasta el escudo de armas en las paredes. “No es el Gobierno.
Ellos mismos los pintan, porque les gusta”, explica el guía.
Ya la carretera asfaltada se terminó. Los neumáticos dan vuelta sobre un camino hecho lodo por las lluvias caídas recientemente. A lo lejos, del lado izquierdo, se divisa un promontorio que parece un vertedero, pero en realidad es el campamento de Titanyen, donde sobreviven más de 5,500 mil haitianos afectados por el terremoto de enero. El jeep se estaciona a tres o cuatro metros de la primera carpa (si se le puede llamar así a un pedazo de plástico sostenido con palos). Cuando las puertas se abren, un enjambre de moscas entra al vehículo, como anunciando los niveles de contaminación que hay afuera.
“Las condiciones de vida están malas aquí porque hay más de 5,500 personas juntas. No hay comida y el agua la traen cada dos días. Cuando llueve la gente no puede dormir y todo se complica”, se queja Venel Lundy, coordinador del campamento ubicado a pocos minutos de la capital. Aquí los niños y los adolescentes caminan entre el lodo, con trapos como vestimenta, expuestos a la suciedad del entorno y a las miradas de los adultos ociosos que se mueven sin que autoridad alguna los controle.
“Tenemos la esperanza puesta en Dios porque nadie está pensando en nosotros. Aquí estamos solos”, dice Lundy. A su espalda se mueven mujeres, hombres y niños que piensan que hay comida o dinero para repartir. Piden con insistencia y en creole, pero la respuesta es negativa y en español. Tendrán que esperar la ayuda oficial o las donaciones internacionales tan publicitadas en los medios de comunicación, y tan ausentes en este viaje.
“Tenemos que irnos”, recomienda Mordoqueo, y el vehículo vuelve a moverse.
Pasa frente a otros campamentos de damnificados, masas humanas que todos los días se sumergen en la tragedia de existir. “El problema de Haití es el diablo. El diablo tiene agarrado a este pueblo, y para sacarlo hay que hacer un trabajo fuerte, muy fuerte, hermano”, opina el guía, quien también deplora la instalación de bases militares estadounidenses en territorio haitiano. Dice que “con lo que se come un guardia gringo comen diez haitianos. Un haitiano está comiendo una vez por día, y mal”.
En la capital
Los escombros que testifican el paso del terremoto están a la vista. Antes de entrar al centro de Puerto Príncipe se hace obligatorio toparse con la maquinaria militar de Estados Unidos y con los muchachos que acaban de improvisar una cancha de fútbol al lado de las casetas que les sirven de vivienda.
Ya en Champ de Mars, frente al Palacio Nacional, el jeep detiene su marcha.
Hace falta concentrarse para contemplar la verdadera magnitud de una catástrofe que adquiere nuevas dimensiones cada día que pasa. Por ejemplo, Jessica Amedy y Rosela Joseph, de 18 y 19 años, se acercan e insinúan con gestos que sus cuerpos se alquilan por un par de dólares. La propuesta refiere a otro aspecto de la tragedia.