lunes, 20 de julio de 2009

De camino al trabajo

El baño matutino termina de despertarme. Fulmina las invitaciones de la pereza, acostumbrada a venderme diez minutos más de sueño, como si diez minutos fueran suficientes para dejar en la cama un mes de cansancio. El chocolate de agua y la afeitadora hicieron magia. Me siento como nuevo. Salgo a la calle con mi bulto roído (pero chulo) y, en lo más profundo de mi corazón, donde nace la arteria aorta, auguro uno de los mejores días del año. Pero el optimismo me dura poco. Ahí llega la guagua.
La abordaré para recorrer ocho kilómetros en hora y media. Por supuesto, si la suerte me acompaña, y no nos encontramos con uno de esos tapones estúpidos de nuestro maravilloso tránsito. El asiento que me toca está en “la cocina”, en medio de dos señoras llenitas (no digo gordas porque las mujeres se sienten muy mal cuando las llaman así). ¡Y yo que planché esta camisa con tanto esmero! Otra vez me tocará llegar macao al trabajo. No sé porque estos desgraciados se empeñan en meter cinco pasajeros en asientos fabricados para cuatro (entiendo, es por ganar más dinero, pero tengo que desahogarme).
Intento leer para aprovechar el tiempo en esta sucursal del purgatorio. Cuando comienzo a concentrarme inicia el concierto. El chofer, tan ensimismado como el Presidente de la República, cree que anda solo. Y enciende la radio a todo lo que da, con uno de los reguetones más populares de los últimos tiempos, aquál que dice “Pepe, Pepe, por ahí viene pepe”, y nada más.
“Hermano, bájelo un poco, por favor”, le solicito con la poca esperanza recomendada por la experiencia. “No te oigo. Habla más duro, como un hombre”, me grita, provocando que algunos pasajeros me lancen una mirada de paneo, como si buscaran comprobar la maliciosa insinuación. Por suerte, hoy no me puse mi camisa rosada (no temo a los comentarios de ese tipo, pero las discusiones en las guaguas se convierten en un verdadero bochinche, y éste, a su vez, puede traducirse en violencia).
Lo único que quiero es llegar al trabajo, vivo, peinado y sin aruñones. Voy tarde, según el reloj. “Chofer acelera”. “Si vas a seguir jodiendo mejor te me apeas. Yo salí de mi casa a buscar dinero, así que se me aguantan”, sentenció en voz alta, para que lo escucharan los otros cuarenta y tantos pasajeros. No le hago caso y evito problemas.
Esta gente no va lejos para darle un batazo a uno por cualquier “quítamelapaja”. Mejor contemplo aquella muchacha. No se ve mal. Me parece haberla visto en los pasillos de la empresa en la que trabajo. Procuraré sentarme a su lado la próxima vez. Nadie sabe si esa es la futura madre de mis hijos. ¡Echa, mañana pensaré en ella cuando suba a la guagua! “Se acabaron los chelitos. Se me apean”, anuncia el cobrador de la voladora. Al fin llegué a la parada. Ahora debo tomar un carro público, que es otra vaina.

jueves, 9 de julio de 2009

Mi amigo El chulo

Alto, de cachetes rosados y bonachón, así era Paquito cuando lo conocí. Podría decirse que tenía todos los atributos de la elegancia, pero no la elegancia. Debajo de las cejas tupidas y cruzadas, sus ojos inquisidores se dedicaban a descubrir el mundo de sus contemporáneos, distinto al de los libros y al de los sermones de su santa madre, Juana. Las piernas les habían crecido más de lo normal, por eso no podía correr a la hora del recreo, porque le daba la calambrina.
Nosotros (Holman, Edgar, Marquito y yo) lo admitimos en el coro por ser un tipo inocente, y de mucha inteligencia (lo bauticé La Memoria Andante), aunque su falta de sentido común disgustaba a los demás muchachos. “Anoche fueron dos consecutivas. Y no empecé la otra porque mi hermano quería entrar al baño”, podía decir con voz estridente sin inmutarse, haciendo que todo el colegio se enterara de los lujuriosos temas tratados en nuestro grupo (la vergu¨enza se multiplicaba ya que todos éramos activos integrantes de la Pastoral Juvenil). Deseoso de probar las mieles vertidas en las películas para adultos, comenzó a estudiar, conjuntamente con la Biblia, el latín y los evangelios apócrifos, las “Reglas de oro del Casanova”. Recuerdo que para aquella época no cazó nada, pero nunca se dio por vencido. “Después de misa le pedí un beso a fulana”, llegó a decir. “Felicidades, verdugo. ¿Besa bueno la muchachona?”, le pregunté sorprendido. “Eso no lo sé, pero creo que tiene tres callos en la mano derecha”, lamentaba el pobrecito mientras se frotaba el cachete enrojecido. A mí sólo me salía por consuelo un “no te preocupes, hermano. En este barrio hay mujeres por pipá”.
“Eso no me preocupa. Según dice un libro que me estoy leyendo, es en esas experiencias donde se aprende el arte de amar. Además, la galleta no me dolió tanto como la profundidad de sus ojos. ¡Cónchole, si ella supiera cuánto me duelen sus ojos negros!”, dijo Paquito cuando aún no tenía bigote. Ahora que sí lo tiene, es un tipo distinto. En su dinámica agenda de estudiante de medicina consiguió incluir a ciertas compañeras como asignaturas obligatorias. Las veces que lo veo me informa sobre su más reciente conquista. Se ha vuelto erudito en cámpus universitario. Sabe en qué rincones pueden ejecutarse las artes amatorias y cuáles horarios son los recomendados para esos asuntos. La carrera tras las faldas le permitió desarrollar el sentido común que le faltaba. Si catalogáramos sus levantes, tendríamos una interesante catálogo de Beldades Maravillanas.
Según lo que me cuenta, y es un tipo sincerísimo, sus manos de pariguayo han recorrido los caminos de morenas, mulatas, blanquitas y jojotas, sin más compromiso que la compañía. Es por eso que le digo “El chulo”. Eso sí, después de aconsejarle prudencia, porque las almas nobles como la suya, por el bien de muchos, deben cuidarse de no naufragar en las dulces aguas del placer.